lunes, 15 de febrero de 2016

Las "guerras" de mamá

Autorretraro con collar de espinas. Frida Khalo. 1940.
Tomado de La pandilla de Don Gato 



No conoces el verdadero miedo hasta que tienes un hijo.

Eso le dije a un amigo la semana pasada, cuando conversábamos de nuestros hijos. La frase me salió como una especie de catarsis a lo que he vivido en las dos últimas semanas.

El miedo de que las cosas no vayan tan bien.

Mi amigo, que tiene una hija, me dijo: "No quiero tener más hijos. Los hijos duelen".

Sí, los hijos duelen.

Y esta conversación y estas frases puede sonar feas, pueden ser malinterpretadas. De hecho, se que muchos de los pocos que lean estas primeras líneas ya hicieron una mueca de desaprobación.

Pero es la verdad. Al menos la parcial verdad de esta madre.

Ser madre también duele, ser padre también duele, y no solo por el miedo de que las cosas no vayan bien, sino por los vulnerables que nos convertimos al ser padres, "andar con el corazón afuera", como escribió el poeta venezolano Andrés Eloy Blanco en "Los hijos infinitos".

Y muchas veces ese miedo, y el dolor que lo acompaña, nos lleva a actuar como no queremos, o quizás como necesitamos para no derrumbarnos, para seguir de pies, aunque nadie más lo entienda.

En mi caso particular, y los que me siguen por este blog lo saben, es recurrente que hable de la crianza, de mi crianza, de mis pleitos con la crianza (no contra otros, sino ante mí y mis circunstancias).

Como madre es lógico buscar apoyo en otras madres. Debo confesar y aceptar que en ese aspecto me siento sola y he decidido quedarme sola. ¿Parece radical? Es radical.

Hace años, antes de ser madre, decidí no opinar sobre la crianza de nadie. Y recuerdo exactamente el momento en que lo decidí. Una amiga me contaba sobre la manera en que enseñaba a dormir a su hijo solo, eso incluía dejarlo llorar sin consuelo. Recuerdo no haber dicho nada, quizás sí puse cara de "¿en serio? ¿Haces eso?". Pues, cara de desaprobación. No le dije nada, no la critiqué. No tenía nada que decir. No quería lastimarla con un comentario, tampoco me sentía experta, ni me siento ahora, sobre temas de maternidad. Y, ante todo, en ese momento no era madre. Eso sí, pensé dentro de mí algo, que no haría nunca eso con un hijo.

Claro, esta fue una decisión unilateral. Mía. No la tome por nadie ni para aleccionar a nadie. Por lo tanto, he tenido que ser estoica ante los consejos no pedidos, callarme, ser consecuente. Y no, no opino de la crianza de nadie, aunque los "nadie" insisten en aconsejarme, reprocharme, dictarme y expresar a todo pulmón su desacuerdo con mi crianza.

¿Por qué? Hay muchas respuestas. Todos creen que lo hacen "por mi bien", "por el bien de Fernando". De hecho, he dejado que delante de mí hagan cosas con mi hijo con la que no estoy de acuerdo, cuando nunca he intervenido ante ningún padre o madre con sus hijos. Nunca. Y lo he hecho para evitar conflictos.

¿Eso me lastima? A veces.

Y sí, tengo deseos de no ser consecuente, de gritarle a medio mundo que me dejé en paz con mi crianza, que no me interesa como crían sus hijos, es en serio, no me importa. No me interesa si le dan "tiempo fuera" sentando en una silla, si le dan nalgadas, si le gritan o no, si lo obligan a comer lo que no quieren comer. No, no me interesa.

Pero no lo grito, no lo hago. Porque se que no valdrá la pena. Porque se que al final seré yo y mis circunstancias de madre, junto al esposo y padre de mi hijo. Nada más.

O sea, que se joda todo el mundo.

Me quedo con este espacio, con mis decisiones, con mi miedo, que pasará como todos los miedos que he tenido, y los que aun tengo no solo con mi maternidad sino con otros aspectos de mi vida.

Porque lo he aprendido tarde, pero lo he aprendido. No tengo porque ser madre para los demás, no tengo que llenarles expectativas a nadie. Ni siquiera tengo que dar explicaciones de mi decisiones con mi hijo fuera de mi familia, y esa familia es una de tres: el esposo padre, nuestro hijo y yo.

Y claro, agradezco infinitamente a esas pocas y pocos con los que puedo hablar de mi maternidad con paz. Al amigo que me habló del miedo de ser padre, y con el que pude hablar de mi miedo de ser madre. De la amiga que a la distancia, y a través de Whatsapp, me dejó el mensaje de voz que ha sido casi el único sostén de estas dos últimas semanas, no porque me haya dicho lo que yo quiero escuchar, sino porque lo que me dijo lo hizo con empatía y con algo que escasea en estos tiempos: pensando desde mis palabras de auxilio como madre, no desde el ego con el que solemos posicionarnos cuando pensamos "yo sé más que tú", "yo he vivido más que tú", "tu debes hacer lo que yo he hecho".

Y al esposo padre. Porque nunca ha necesitado un momento de miedo o drama para darme el apoyo.

Por ahora tengo miedo, menos que hace dos semanas. Mucho menos. ¿Y adivinen quien ha colaborado para que disminuya? Pues mi hijo. ¿Contradictorio? No. Solo son esas lecciones que uno toma cuando se queda observando al niño que te ha hecho madre, y sabes que esta por encima de tu miedo.

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