Diré, escribiré, lo que dicen y escriben la mayoría: el tiempo pasa volando.
Fernando tiene ocho años y ha sido una aventura verlo crecer, una muy distinta a la que pude imaginar.
Este año, en especial y como todos y como en todo, ha sido más difícil. No por él, ni por mí ni por su padre, sino por lo que todo el mundo padece, un nuevo coronavirus que ha puesto a la humanidad medio de cabeza.
Fernando, como a todos, le ha afectado esta "nueva realidad". Hay días en que no me canso de pensar lo que realmente ha significado para él pasar meses en casa aislado de lo que era su rutina, de la novedad de salir con mascarillas a la calle, de que su madre le lea un cuento en que le habla de un virus.
Él no pregunta tanto como antes, se ha vuelto más introspectivo, y supongo que al igual que la mayoría, y porque lo veo accionar así, ha buscado refugio y evasión en su tableta, en Minecraft, en la novedad de una mascota en casa y en pensar, como vagamente recuerdo que piensan los niños: que todo está bien mientras gires alrededor de tu lugar seguro. Porque la dimensión y el peso de lo que vives en tu niñez se hace presente en tu no niñez.
Así llegó el lunes pasado a los ocho años, en un mundo que cambio más rápido que de costumbre, el mundo de su escuela, de las profesoras, de sus terapias, del parque. Aunque para esta fecha ya algunas cosas se han acomodado a una nueva rutina, como unas clases a distancia que recibe en su salón de clases, y la novedad de sus prácticas de natación.
A pesar de los miedos de madre por su futuro, su presente es, y confió que así sea, luminoso.
Y por supuesto, agradezco a ese presente luminoso el aprendizaje a través de mi hijo.