Foto por Jason Rosewell en Unsplash |
Él se esfuerza, lo sé, para hacerse entender. También se frustra, lo sé.
En el parque lo veo, lo observo. Me siento a leer y me distraigo un poco, pero de vez en cuando levanto la vista. Escucho.
- ¿Qué idioma hablas, amiguito?
Mi intención es levantarme del banco, ir a los columpios y soltarle al chico una explicación de porqué mi hijo habla como habla... pero no lo hago.
Veo el rostro de mi hijo. Parece estar contrariado, por quizás no poderle decir a ese chico lo que siente o piensa. Quiero rescatarlo, pero no lo hago. Lo dejo ser.
Algo le dice al chico, al que le veo cara de confundido, pero al rato están los dos mirando al horizonte en el vaivén de los columpios.
Horas después, mi hijo juega con otros chicos, o trata de seguirles el juego. Una pelota y lo que parece una especie de juego de fútbol con reglas propias. Toma la pelota, la lleva en las manos, la coloca en el medio del gazebo.
- Mi pelota. Aquí, aquí. Por favor, para allá. Por favor.
La patea. El muchacho del fondo no la detiene. La pelota pega a la pared.
- ¡Goooooooooooooooool!
Mi hijo grita con toda la fuerza. Da vueltas y grita.
Pasa un buen rato jugando. Imponiendo su caos en el caótico juego de fútbol. Lo dejan jugar.
Dando vueltas alrededor del gazebo le hago señas. Le trato de decir que modere la voz. No le gusta que le diga eso, pero lo hace... y al rato se le olvida la moderación. Lo dejo ser.
Una hora después, mientras se me adelanta camino al edificio, me cruzo con el muchacho de mayor edad de ese grupo de jugadores caóticos y no puedo evitar decirle algo.
- Gracias por dejarlo jugar.
Y como todo preadolescente que habla con otro adulto que no conoce, dice lo mínimo indispensable.
- Está bien.