jueves, 10 de enero de 2013

El apego que cura

Mientras estuve embarazada leí mucha información sobre la crianza. Informada decidí la manera en que iba a asumir la crianza de Fernando, proceso que ha contado con el apoyo del esposo y padre del bebo (de una manera que me ha sorprendido gratamente). Entre la información que leí y escuche estuvieron los consejos y reflexiones de la sicopedagoga Laura Gutman. 

Una de las referencias que se fijaron en mí fue sobre la crianza con apego y el efecto de ésta en los caminos de la niñez de las madres y padres, en especial de las carencias que como bebés y niños pudimos tener frente a la crianza que nos dieron nuestros padres. 

Apunta Gutman, y lo diré con mis palabras, que la crianza con apego puede despertar nuestras carencias infantiles, como una especie de espejo que nos hace mirar eso que quizás faltó, que no estuvo. Ausencias, maltratos, desapegos. Y el apego a nuestros hijos, el criar con respeto y cercanía es un vehículo que no solo nos muestra lo bueno y malo de nuestra propia niñez, sino que nos lleva a superar esos huecos que puedan existir.

Y recuerdo esto porque es algo que ha pasado en mí. Es difícil y te quiebra. En mi niñez tuve dos grandes ausencias con mi madre. La primera con menos de dos años. En ese momento mi madre necesitaba una intervención quirúrgica de las tiroides y estaba embarazada. La solución fue viajar de Venezuela a República Dominicana, donde residía su familia, y no enfrentar prácticamente sola su convalecencia después de dar a luz y ser intervenida. Y así fue. Por alguna razón ella decidió volver con mi hermano de tres meses, luego de recuperarse de la operación, y dejarnos a mi hermana y a mí por casi un año a cuidados de mi abuela.

Mi abuela me cuenta que yo no paraba de llorar. Tanto así que mi hermana mayor me veía y me preguntaba "¿Muchacha, ¿y por qué lloras?". Me la pasaba entre las piernas de mi abuela, dicen mis tías. Mi abuela, mi bendita abuela, me cargaba, me acurrucaba, dejaba que durmiera en sus brazos todo el tiempo que quisiera. Todo con tal de calmar la ausencia de mi madre, pues era eso lo que todo mundo me dice que me hacía llorar tanto. Cuando mi abuela me habla de ese episodio de mi vida veo como se le aguan los ojos e imaginó, porque al final de cuentas terminé viviendo con ella, todo el cariño que me dio tratando de suplir el de mi madre.

Ahora que soy madre, que miro a mi hijo, que lo abrazo y lo beso, que duermo con él, que lo amamanto, no puedo evitar pensar en esa etapa, en verme como esa niña pequeña que lloraba y lloraba. Y no solo lo pienso, sino que lo siento aunque no tenga un recuerdo claro de esa época. Me conforta saber que fui auxiliada por el cariño de mi abuela, por sus brazos, por la paciencia con la que sé trató a esa beba dolida. Hoy, cuando hablo con ella mientras carga a Fernando, sé lo importante que fue para mí su refugio, su apego.

También sé que el camino de crianza que he decidido tener con mi hijo va confortando mis propias carencias, mis huequitos. Un proceso que no puedo explicar del todo por más que intente, que duele, que me desfigura, que me rehace. 

Ahora sé porque ya de adulta me sentaba en las piernas de mi abuela y la abrazaba, y aun lo hago cuando la visito. 

Por eso mi abuela es madre doble, no porque sea la madre de mi madre sino porque su amor de apego salvó la niña que hoy se mira en el espejo de Fernando.




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